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Por Santiago Zurzolo Suárez. Prof. UBA/UCES. Inv. (UBA). Esp. Dcho. Penal, Maestrando y Doctorando (UBA). Posgrados en España y Alemania. Juez en el Tribunal en lo Criminal Nro. 2 de Florencio Varela.

Manifiesto para una dogmática de la dignidad

En un texto que escribí hace algún tiempo (1), intenté ofrecer una mirada del derecho a partir de lo que podría denominarse una epistemología de los Derechos Humanos. De ese modo, me propuse abandonar su tradicional concepción eurocéntrica y pensar una formulación Nuestroamericana y anticolonialista. Pretendí elaborar un discurso para la acción, que tuviera por objetivo reducir la violencia, y funcionara como herramienta emancipatoria. Si bien esto puede parecer ambicioso, no es más que la función que el derecho está llamado a cumplir en toda comunidad, con ajuste al cometido de control que tiene un poder judicial democrático -y democratizado- en un Estado de Derecho.

Habitualmente, el discurso jurídico se pretende aséptico y neutral, lo que lo divorcia de toda implicancia social. Esto lo acerca a una teorización de la orden de la autoridad -especialmente cuando de derecho penal se trata-, olvidando la prevalencia de las libertades jurídicas. De ese modo le quita capacidad crítica y transformadora, para relegarlo a pura especulación; lo que responde a una degradación del discurso al amparo de la disputa sobre quien lo crea, y la permanente confusión con su materia prima o su método de producción. Por eso es frecuente que se lo utilice para designar la ley y la doctrina, confundiéndolo con el ente a partir del cual se lo construye -ley- y el método para hacerlo -doctrina-, lo que lo reduce una expresión de deseo que consolida estados de exclusión.

En mi opinión, el derecho es producto de la acción política: es la decisión fundada en la interpretación de la ley, a partir de un método para decidir un caso concreto, en función de sus circunstancias. Sin embargo, para llegar a serlo, debe cumplir algunas condiciones. Esto exige repensar el modo en que se toman las decisiones, y las estructuras dentro de las cuales habrán de ser tomadas. Esto último cumple una función trascendental, pues requiere no sólo procesos de reorganización, desconcentración y transparencia del poder, sino también un profundo cambio estructural para la democratización y apertura de los espacios de abordaje de los conflictos humanos; como paso previo a una reforma de la cultura de la jurisdicción, para llevar adelante adecuadamente la tarea de producirlo.

Objeto, método y espacio para la acción política de producción del derecho, son condiciones indispensables para el cumplimiento de la función institucional del poder judicial, en la gestión de los conflictos: abordaje de la desigualdad estructural y compensación de la diferencia de posiciones, a partir del trato diferenciado de situaciones y sujetos, para evitar el sometimiento de unos a otros. Sólo de ese modo será posible la realización de la libertad jurídica. Por ello hablo aquí de una dogmática de la dignidad: la elaboración de un programa para la toma de decisiones judiciales que incorpore datos de la realidad, sea consciente de los conflictos sociales, advierta las desigualdades estructurales y las compense a través de la valoración jurídica, interpelando al propio Estado como garante de la realización plena de las libertades. Ello hará que el discurso iguale a unos con otros en todo lo necesario para evitar relaciones de dominación, respetando las diferencias para no afectar la diversidad e individualidad. De esta manera, el derecho abandonará su carácter conservador de matriz eurocéntrica, para transformarse en contradiscurso marginal: haciéndose cargo de las desigualdades naturales y estructurales que caracterizan a nuestra región, y basando la protección jurídica de los seres humanos en la dignidad (2).

Esto exige visibilizar el papel del Estado y las categorías que fundamentan esta concepción del derecho. Para ello, es necesario escapar a todo tipo de ficción y reconocer que -saludablemente- los seres humanos somos naturalmente desiguales y que el trato igualitario constitucionalmente exigido, responde a la protección jurídica que el Estado debe deparar a todos en función de su dignidad. Ello reclama una posición activa, que remueva los obstáculos que impiden el ejercicio igualitario de las libertades. Más aún, cuando las inequidades propias de la vida comunitaria agregan a ellas las estructurales. De otro modo, sólo se consolidarían escenarios de privación que pondrían en mejor posición a unos por sobre otros, exponiéndolos a la violencia del sometimiento. La dignidad humana es entonces el fundamento del discurso jurídico para que pueda ser considerado derecho.

Cuando la comunidad se encuentra jurídicamente organizada, esto es, en el Estado, la dignidad como igualdad de posiciones, se relaciona con deberes negativos y positivos de éste. Los primeros instituyen mandatos de abstención y los segundos de fomento. Desde una construcción marginal basada en el Derecho Internacional de los Derechos Humanos, el Estado tiene el deber de promover y garantizar las condiciones materiales económicas, sociales y culturales para el desarrollo del proyecto de vida de sus habitantes. Éstas son presupuesto indispensable para la concreción de una libertad jurídica sustancial en todos sus grados y niveles, lo que exige respeto, pero también prestaciones garantizadoras que supongan un nivel de inclusión social aceptable.

Estas coordenadas constructivas demandan que el derecho como acción política de los tribunales, incluya un escrutinio estricto del Estado sobre el cumplimiento de sus deberes. Pero también, el abandono de los estándares liberales de igualdad que gobiernan sus decisiones. En general, la discusión jurídica reposa en la distinción entre igualdad como no discriminación e igualdad como no sometimiento (3). La primera impide el trato diferenciado de los seres humanos, salvo que se encuentre justificado en la aplicación de un criterio razonable, basado en un fin legítimo. La segunda en cambio lo exige, en tanto esas distinciones estén orientadas a compensar desigualdades estructurales, pues es inadmisible la existencia de grupos desaventajados. Se trata de nociones complementarias, pues mientras una excluye la arbitrariedad, la otra impone desmantelar prácticas sociales excluyentes que perpetúan la subordinación. Estas categorías se relacionan con las ideas de igualdad de oportunidades e igualdad de posiciones (4) respectivamente. La primera exhibe el ideario básico del liberalismo y supone que cada uno debe estar en condiciones de desarrollarse según su propio esfuerzo. Bajo esa mirada, el Estado debe reducir su intervención al mínimo para garantizar el libre juego del mérito. La segunda, en cambio, entiende que, en la acción política, el paso previo necesario para garantizar oportunidades, es reducir la brecha entre unos y otros, de manera tal que ninguno se encuentre en mejor posición que los demás para lograr su proyecto de vida; lo que demanda intervención estatal.

El deber de los Estados de garantizar la posibilidad de construir un proyecto de vida digno para sus habitantes, según el Derecho Internacional de los Derechos Humanos, exige la observancia de ambas versiones de la igualdad. Consecuentemente, el derecho, para poder ser considerado como tal, debe fundamentarse en esas mismas exigencias, en función de que su espacio de producción también se enmarca en él. Ello permitirá abordar la desigualdad estructural como fenómeno social que integra la configuración de los conflictos humanos, exigiendo la ponderación permanente de los estándares de cumplimiento de esos deberes por el resto de los departamentos de gobierno. Por eso, la tarea de los tribunales debe estar guiada por este objetivo para establecer la medida de lo exigible jurídicamente a cada uno, haciendo un reparto de costes. Si las relaciones humanas deben estar medidas por el Estado en los términos expuestos, el incumplimiento de ese deber primario por las agencias ejecutiva y legislativa, hará surgir, en contexto de conflicto, un deber secundario de la agencia judicial de detectar, valorar y compensar las posibles desigualdades surgidas al amparo de la actuación de las demás. Sólo así el derecho será derecho, el Estado será Estado y los seres humanos libres, iguales y dignos. Un derecho neutral es injusticia social.


Notas:

  1. ZURZOLO SUAREZ, S., Manifiesto para una dogmática de la liberación; en MOREL QUIRNO, M. -DIRECTOR-, Revista de Derecho Penal y Procesal Penal de la Ciudad de Buenos Aires, Número 12, octubre de 2019
  2. Ibídem.
  3. Sobre ello, Saba, R., Más allá de la igualdad formal ante la ley. ¿Qué les debe el Estado a los grupos desaventajados?; Buenos Aires, Siglo XXI, 2016; Thus, V., Negacionismo y derecho penal. El rol del Derecho frente a las negaciones de los crímenes de Estado; Buenos Aires, Didot, 2020, pág. 162 y sgtes.
  4. Dubet, F., Repensar la justicia social. Contra el mito de la igualdad de oportunidades; Cuarta edición, Buenos Aires, Siglo XXI, 2017.

Universidad Nacional Arturo Jauretche
Calchaquí 6200 (1888), Florencio Varela, Pcia. de Buenos Aires, Argentina
Tel: +54 11 4275-6100 | www.unaj.edu.ar

ISSN 2545-7128

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